Elio Mora contenía la respiración en la corte de inmigración de Atlanta y solo la soltó cuando escuchó a la jueza renovarle por un año su permiso de residencia. El alivio duró lo que tardó el ascensor en bajar: al salir, lo esposaron agentes del ICE.
«Duré cuatro días en las instalaciones del ICE, durmiendo en el piso. Desayunando, almorzando y cenando un burrito con agua. De allí me pasaron a la cárcel, me quitaron mi ropa y me dieron un uniforme de presidiario», cuenta el venezolano de unos 45 años.
Mora, que pidió usar un nombre ficticio por miedo a represalias, pasó cinco semanas preso en Estados Unidos hasta que en agosto lo deportaron a México. Desde allí retomó un camino ya conocido, esta vez en sentido contrario para volver a casa.
Como él, al menos 14.000 migrantes, principalmente venezolanos, según Naciones Unidas, han regresado al sur desde que Donald Trump volvió a la Casa Blanca en enero y lanzó su cruzada antiinmigración. La mitad planea regresar a Venezuela.
«Se terminó el sueño americano», dice Mora, mientras devora un plato de arroz con pollo en el comedor improvisado de un pastor en Necoclí, un puerto del Caribe colombiano donde él y otros cientos de miles de migrantes iniciaron hace años el cruce por el Darién, la frontera selvática entre Colombia y Panamá que entonces abría la puerta al norte.
Otro Necoclí
Mora salió de México a mediados de agosto y llegó a Necoclí trece días después, el último viernes del mes, después de atravesar seis países por caminos embarrados, trochas y aguas agitadas.
Aquella mañana atracaron dos embarcaciones en ese lado del Golfo de Urabá con carga mixta: turistas con sombreros playeros y migrantes con pulseras coloridas, recuerdo del viaje que pagaron para navegar el Caribe de Panamá a Colombia. Sus rostros agrietados por el sol brillaban bajo una humedad sofocante.
En el muelle, Mora y sus cuatro compañeros de ruta -todos hombres retornando a Venezuela, algunos deportados, otros autodeportados- avanzaron entre cambistas de dólares y vendedores de billetes de bus. Música vallenata y salsa tronaban desde los chiringuitos.
Compraron pasajes para Medellín para esa misma tarde. Desde allí seguirían hasta Cúcuta, en la frontera, y luego cruzarían a San Antonio del Táchira, ya en su país.
Les hablaron de un pastor de una iglesia pentecostal cercana que ofrecía comida a los migrantes y fueron, atravesando un Necoclí que no reconocían, uno de playas tranquilas, con parasoles y turistas en bananas acuáticas.
Parecía un puerto diferente al que vieron en 2023, cuando la ola migratoria hacia el norte alcanzó su pico y más de medio millón de personas lo desbordaron rumbo al Darién. La playa era un mar de carpas que tapaba la arena, unos 20.000 migrantes llegaron a asentarse en un pueblo de apenas 25.000 vecinos.
El alcalde, Guillermo José Cardona, recuerda que «la avalancha de inmigrantes fue tan impresionante que a veces fastidiaba pasar por la playa». Hoy la situación es «totalmente diferente», dice, y opina que la llamada ‘migración inversa’ es casi inexistente y «bastante publicitada».
¿Y los dos botes de la mañana? «Yo no me he dado cuenta», afirma.
Migración Colombia registró entre enero y junio unos 12.150 migrantes en flujo inverso solo en Necoclí. Pueden estar llegando, agrega el alcalde, «pero chao, se van».
Adiós al comedor
En la puerta de su iglesia, el pastor José Luis Ballesta organiza los turnos del comedor. Hay tres grandes mesas de plástico con unas veinte sillas y cuatro cocineras que cada día sirven 200 almuerzos.
Al mediodía, el espacio de ladrillo pelado y techo de calamina empieza a llenarse: una madre con su hija, tres jóvenes, familias enteras recién llegadas a Necoclí.
Entre los comensales también hay habituales, como una venezolana que hace poco cruzó a Panamá rumbo al norte, pero se quedó sin dinero, se veía cada vez más flaca y dio media vuelta.
Hace semanas come donde el pastor, duerme «donde cae la noche» y durante el día vende caramelos para pagar un pasaje a Cartagena. Allá quiere «arreglarse» antes de regresar a Venezuela.
Un cartel alerta a los asiduos que, tras seis años, el comedor cierra por falta de fondos.
«Con la tristeza de que la migración no ha terminado», dice Ballesta, pastor desde hace 17 años, y con menos agencias humanitarias en la zona por la caída del flujo migratorio y los recortes de fondos estadounidenses.
Desde ahora la iglesia solo ofrecerá un tentempié a quienes lleguen en lancha, a la espera de que aparezca un «padrino» que permita reabrir el comedor.
«Habrá que buscarse la vida», dice uno de los chicos en fila.
EFE